Bloodline (2015) «The prodigal son»

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Dos cosas son —más que ciertas y hermosas— en esta vida; un amanecer en otoño y una puesta de sol veraniega. Luego, estaría la TV, a pesar de los pesares, la aseveración es categórica: ya que el medio en sí, sigue siendo un gran entrenamiento. Hoy la ficción televisiva goza de un más que reconocido prestigio —lo hemos dicho en otras ocasiones— donde muchos teóricos del séptimo arte, día a día, ven en este entorno una amalgama de posibilidades infinitas. Empero, no corramos y observemos las realidades más inmediatas que están condicionando el mundo televisivo en el siglo XXI.  La primera es que la familia sea del tipo que sea, sigue siendo el alma mater de todo guionista—el cual—, se precie a realizar un  producto de  gran calibre. La segunda que el canal, en comprimido, Netflix está cambiando los hábitos de ver la TV como hasta ahora la habíamos concebido. Buena muestra de ello es la magnífica tercera entrega de House of Cards (vista por este amanuense que les habla, no hace mucho). El dueto Reed Hastings&Marc Randolph —hombres forjados en el negocio del videoclub— saben cómo fidelizar a la parroquia sedienta de entretenimiento. Bajo unas premisas, esencialmente, universales: productos de exquisita factura. Una grandísima promoción. Y por último, una clientela  bien fidelizada, que está a punto de superar los 50 millones de consumidores. Eso es Netflix, Sres. Guste o no guste al más pintado,y, futuro ya es presente para la nueva ficción. Recalcado lo dicho. El canal en  streaming —nuevamente—  ha rebuscado en su chistera mágica y nos han traído una de sus últimas producciones: Bloodline (2015). Luego, ¿qué mejor manera de mantener vigilante a su voraz grey, capaz de fagocitar 13 capítulos de golpe? Sencillo, contar una historia muy lenta, que a modo, de sinfonía decimonónica va, in crescendo, hasta  llegar al último capítulo con un final demoledor.

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Bloodline se apunta a  esa táctica, que ya lleva muchos años en los manuales de guion y siempre ha dado tan buenos resultados. De momento, las expectativas creadas, en torno a este thriller melodramático son altas, ya que los telespectadores del canal quieren más. Pero eso, será el año que viene. Una vez vista la primera entrega, crítica y  público han aplaudido la nueva serie. Claro, que la pregunta del millón sería; ¿De qué va Bloodline? Fácil, para los más castizos el termino anglosajón podría traducirse por el vocablo “linaje”. Y puede que haya mucho de linaje Shakesperiano y redenciones, a propósito de la parábola del hijo pródigo. Porque Bloodline es en toda regla, un drama familiar disfuncional, relajado, convencional y atípico que se desarrolla por los Cayos de la hermosa Florida. Una serie escrita por los creadores de la inquietante y ambiciosa Damages(2007), Todd Kessler, Daniel Zelman y Glenn Kessler forman un trio muy bien avenido —los cuales—, además de tener buena pluma, suelen dirigir y aquí no han perdido la ocasión, en alguno de los capítulos de esta primera entrega. Vuelven a la carga con una trama más Neonoir, la cual, no por ello deja de tener una miga adictivamente sustanciosa. Si Damages se movía por los vericuetos de la tramoya judicial, con abogados corruptos, peces gordos de corporaciones fantasma e ingenuas trepas a aspirantes a gran toga, donde Gleen Close era la omnipotens domina de la pantalla, en aquel cuerpo a cuerpo, con una jovial Rose Byrne. Aquí, el equipo de guionistas mantienen los ecos repetitivos —concentrados— en una mater familias de la talla de Sally Rayburn (Sissy Spacek) y un marido Robert Rayburn (Sam Shepard); auténticos  reyes del clan Rayburn.

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Un matrimonio bien avenido lleno de amor, secretos y mentiras. Si bien, en el capítulo piloto destilan cariño, sentimiento y complicidad por los cuatro costados. Así como el resto de su progenie, formada por tres varones y una mujer (dejémoslo ahí). Ya que narrativamente la  historia central sigue siendo la vuelta a casa de Dan o Danny Rayburn—  curiosamente—, el hijo mayor: Danny, un colosal  Ben Mendelsohn  (Animal Kingdom, Cosi, The Place Beyond the Pine, Killing Them Softly o The Dark Knight Rises). Actor australiano que enamora en cada gesto o frase que pronuncia. Impresionante, el acento americano en su dicción. A partir de la celebración de la entrega de un galardón al patriarca Robert Rayburns, por su labor como empresario, en la construcción y gestión del complejo idílico  Rayburns Resort en los Cayos de Monroe arranca toda esta historia de remordimientos, reencuentros y cuentas pendientes. Ahí nos encontramos con el factor hijo pródigo, envuelto de una mácula de perdedor, problemático y en definitiva, dolido, entre toda esta estirpe familiar. Al margen del eje central, que es él, protagonista absoluto del show. Se introducen diferentes subtramas, con la más directa intención de atrapar al telespectador. El abordaje de golpes y saltos en el tiempo narrativo, a través de flashbacks, que no paran de mostrar el pasado, donde  un suceso muy crudo y oscuro está liberando toda la problemática del presente. No por ello, los guionistas están por la labor de renunciar al fascinaste elemento narrativo del flashforward o viaje visual hacia el futuro.

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En ese recorrido se hayan sus hermanos; John (Kyle Chandler  un viejo conocido de gran solvencia tanto en  TV y  cine Early Edition, Friday Night Lights, Zero Dark thirty o The Wolf The Wall of Strett),  el segundo hijo que ejerce como el gran garante del clan y valedor de la estabilidad familiar. No en vano, es el sheriff del pueblo. A ello, habría que añadirle el tercer hermano Kevin—Impulsivo y bebedor—es Nobert Leo Butz  (Greetings from Tim Buckley The Miraculous Year)  y la hermana pequeña, Meg la actriz Linda Cardellini  (ER, Mad Men o Butz). Completado el elenco principal de actores implicados en lo que sería la primera línea de confrontación y de algún modo el gran clan. Si a ellos les sumamos los partenaires de John y Meg. Tenemos a Diana Rayburns, interpretada por Jacinda Barrett (Middle men, The Namesake  o Zero hour) y Marco Díaz — el siempre eficiente, Enrique Murciano— (Dawn of the Planet of the Apes, Black Hawk, Traffic o Without a Trace)  pareja de Meg  que trabaja como ayudante del Sheriff John Rayburn. Por último, un par de personajes, a modo de pobres diablos —residentes de toda la vida en el condado—  al filo de la ilegalidad, como Eric O’Bannon que interpreta  Jamie McShame (Southland, Murder in the First e In My Pocket). Un perdedor nado, adicto al alcohol, drogas y chapuzas de medio pelo que vive junto su hermana Chelsea, una extraordinaria Chloë Sevigny (Big Love, AHS/Asylum My Son, My Son, What Have Ye Done o Zodiac) siempre poniendo el lado más ardiente. A modo, de femme fatal rural. Mujer que puede acabar con tus huesos en algún lugar deseado o indeseable. No tiene desperdicio la entrada en acción de estos dos personajes. Finalmente, un joven abogado del bufete donde trabaja Meg, un tal Alex Wolos, que es intrepretado por el actor Steven Pasquale (Rescue me y AlienVsPredator) que le da ese plus de la componenda legal o ilegal respecto al negocio familiar.

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Por momentos, el guion tiene visos de drama a lo Tennessee Williams y cuando uno vuelve, a la desgracia del patriarca, envuelta en el comezón de un desvalido y afligido rey Lear; Robert Rayburn. En otro tiempo, el señor que movía las fichas a su antojo, y ahora, se nos acerca con devoción a una novela realista de John Updike en una tarde calurosa de verano. Bloodline es solo el principio de algo que necesita gestionar un relativo acervo samaritano por parte del televidente que, con el paso de los capítulos, verá recompensado y entenderá eso que se repite al final de episodio piloto: «No somos malas personas, pero hicimos algo malo» en un tono, de voz, dolorido y triste. Las diferencias de los Rayburns residen en ese entorno pantanoso de la costa este sureña. El paisaje y la climatología es una parte notable de la propia Bloodline, la cual,  se acerca muy sutilmente  a la magistral sensación de la temporada pasada: The Affair (2014) Showtime. Donde el tempo narrativo y la expectación por saber de todo ese humus inmundo, que esconde esta familia, aflora en un paisaje idéntico al de los universos Lovecraftianos de Pizzolatto. Y es ahí, donde Danny Rayburn anda muy sobrado. Algunos instantes se vuelven mágicos, cuando en sus reflexiones, emerge el karma turbador de Cohle Rust. Bloodline puede ser lenta, previsible, burguesa y algo comercial. A mí me parece que es escalofriante, descorazonadora, violenta, cruel y amarga. El drama del hijo pródigo y el tercer grado al que se tiene que someter por una familia —que posiblemente— sea tan sucia y deshonesta como algunas de sus borracheras, sin calzoncillos y vomitona a cobro revertido. Mientras, los caimanes del manglar secan sus lágrimas a la espera del primogénito outsider. Nota: 8,1